Las historias sobre los bravos pampas, al haber sido un pueblo ágrafo
(no posee escritura), fueron contadas por los testigos que tuvieron oportunidad
de acercarse a ellos, sea como amigos como enemigos o como cautivos, pero
fueron militares quienes casi siempre las relataron. Hoy, para contarles cómo
vivían estos intrépidos indígenas, voy a tomar el relato de William Yates, un
oficial irlandés que por esas cosas del destino se encontraba bajo el mando de
José Miguel Carrera, (a quien también voy a citar) un oficial chileno cuya vida
novelesca lo llevó a luchar en Argentina a favor de los federales contra los
unitarios, claro, hasta 1821 cuando lo mataron.
Las tribus pampas tenían cada una su jefe o cacique, y como
generalmente andaban guerreando entre sí, carecían de un sistema de gobierno
que los unificara. Sin embargo, si un peligro los amenazaba, no dudaban en
unirse para enfrentarlo. No cualquiera era cacique, ese honor sólo le cabía a
quien demostrara superioridad discursiva en las asambleas, (hoy diríamos un
político nato) y, coraje y estrategia en la guerra (un general en la
actualidad). Carrera sin duda admiraba la locuacidad de estos jefes porque como
testigo de lo que llamaríamos “Cumbre de caciques” decía: “En sus arengas se expresan con una fluencia y rapidez que sorprende. No
se perturban ni tropiezan en una palabra; dividen sus frases por pausas de
tiempos iguales (…) No se valen de gestos ni ademanes, pero emplean las más
sensibles variaciones de tono para dar expresión a sus sentimientos”. (No
se ustedes, pero yo encuentro en esta frase claramente que los caciques daban
lección de oratoria en sus reuniones). Sin embargo, la autoridad del cacique
era limitada, ya que a pesar de tener poder para reunir a la tribu y comunicar
las ventajas de una guerra o la necesidad de arrasar a una tribu enemiga, eran
los propios indios los que democráticamente aprobaban o no la propuesta. La
decisión que se tomaba se cumplía a rajatabla y se daba libertad a aquellos que
habían votado negativamente, para participar o no de la acción decidida por la
mayoría. Todos los miembros varones de las tribus tenían el derecho a obrar a
su antojo, siempre que no afectaran a otras personas o a sus propiedades. Los
caciques en tiempos de paz sólo podían dar consejos a los demás, de ahí también
la importancia de su oratoria y argumentación.
Cuando de conclaves de tribus se
trataba, los caciques llegaban al lugar fijado como punto de reunión con sus
escoltas como prueba de la calidad y las fuerzas de la tribu. Antes de comenzar
la misma y de dar sus predicciones, los sacerdotes realizaban sacrificios
dedicados a su protector el sol “para que
los inspire el genio de la verdad”. Cuenta Yates, que en una ocasión habían
elegido un potro “sin defecto” al que
un “sacerdote abrió una herida al costado
del animal, introdujo el brazo en el cuerpo todavía vivo y le arrancó el
corazón y las entrañas. Con la sangre del corazón hizo ademán de asperjar el
sol, mientras los otros hechiceros le imitaban con la sangre del cuerpo de la
víctima. Luego se comieron el corazón, el hígado, los bofes y otras entrañas
humeantes. Terminada esta ceremonia, iniciaron sus augurios y profecías”.
Antes de comer o de beber, consagraban al sol los tres primeros bocados o
tragos que salpicaban al aire. Los pampas no sólo veneraban al sol como autor
de la luz, la vida y todo lo que hay sobre la tierra, también adoraban a la
luna, aunque de manera secundaria y se asustaban mucho cuando había un eclipse
de luna.
Estos aguerridos indígenas eran muy coquetos, hoy los llamaríamos
metrosexuales, se depilaban todo el cuerpo y era común verlos sentados en sus
catres por más de una hora, sin pronunciar palabra, como sumergidos en profunda
meditación, “arrancándose los pelos de la
barba con unas pinzas que usaban, pues no se dejan crecer un pelo en la cara o
en el cuerpo”. Siempre andaban desnudos, aunque en invierno usaban ponchos
y “un paño envuelto en la cintura”. Para guerrear se pintaban la cara con tierra
negra, roja y blanca y se emperifollaban colocando plumas blancas, azules,
coloradas y amarillas en sus largos cabellos, que habitualmente sostenían con “una faja angosta que llamaban huinca o
vincha”.
Como nómades que eran, armaban y desarmaban sus tolderías compuestas
por cueros cocidos y se trasladaban de un sitio a otro con sus vacas, yeguadas
y ovejas que eran propiedad de la tribu, siempre según la escasez o abundancia
de los pastos. También criaban perros de todos los tamaños que según decían habían
pertenecido a unos hombres blancos de la Bahía de San Julián. La agricultura les era
desconocida, casi no consumían otra cosa que no fuera carne. Esta dieta basada
sólo en carnes rojas desafía a los médicos de hoy en día que recomiendan no
comerla para evitar el colesterol y otros males de nuestra época, ya que según
Yates, los pampas gozaban de una salud excelente. Si alguno moría joven a causa
de una enfermedad, los médicos brujos atribuían la desgracia a algún enemigo
muerto, que suponían con poder para hacer maleficios y brujerías. Cuando
fallecían, generalmente ancianos o en una guerra, eran enterrados con sus
caballos, armas y mujeres favoritas para que los acompañaran en el más allá.
Dentro de esta sociedad ultra machista, las mujeres no eran las que
mejor lo pasaban. Los pampas tenían el poder absoluto sobre la vida y los actos
de sus esposas, hijas y esclavas. Era el mismo amo el que mataba con sus
propias manos a la mujer que le fuera infiel. Sólo cuando los indios se casaban
por primera vez daban una fiesta a los parientes de la desposada y a sus
amigos, mientras que el resto de los matrimonios eran considerados
transacciones comerciales. Los polígamos pampas podían tener todas las mujeres
que quisieran o que pudieran comprar. Ellas no podían elegir a sus
pretendientes y eran las encargadas del cuidado de los animales y de
absolutamente todos los quehaceres domésticos. Justamente por ser consideradas
“objetos comerciables”, las pampas solteras vestían mejor que las casadas, y se
las reconocía porque llevaban lujosos adornos en las piernas. Sus padres
esperaban atraer así a algún guerrero rico para trocar a su hija por caballos,
ponchos u otras especies. A decir de Yates, las indias eran mujeres agraciadas
“Su apariencia física no es nada desagradable;
(...) y aunque sus costumbres no se prestan para hacer resaltar sus encantos,
hay muchas mujeres bonitas y en extremo interesantes”. Ellas vestían a la
moda con una tela envuelta a la cintura que les llegaba a las rodillas y otra
cuadrada que pasaban bajo el brazo derecho y que unían sobre el hombro
izquierdo con un broche de plata, pero siempre dejaban sus senos al
descubierto. Gustaban de trenzar sus cabellos, usar aros cuadrados de plata en
las orejas, collares y pulseras de cuentas de distintos colores, así como
cinturones adornados con monedas de plata y pedrerías.
Estos bravos indios que nunca pudieron ser doblegados por los
españoles, extendían sus dominios desde el Atlántico al río Salado y desde el
sur de San Luis, Río Cuarto y Río Tercero, hasta las sierras del sur de Buenos
Aires. Eran llamados Querandíes (gente de grasa) antes de que los
conquistadores los llamaran “pampas”, que es una palabra quechua que significa
“llanura sin árboles”. Mientras las tierras no fueron ocupadas por los colonos,
los querandíes vivían en la actual ciudad de Buenos Aires y extendían sus
dominios por toda la provincia. Según el jesuita Tomás Falkner, los Pampas se
dividían en dos grupos que se llamaban a sí mismos Taluhet, los que ocupaban la Pampa húmeda y Diuihet, los
que dominaban la Pampa
Seca.
Sus armas eran lanzas que llamaban coligué
y un gran cuchillo de hoja ancha y pesada. El honor y el prestigio se juzgaban
por el séquito de cautivos con que volvían luego de guerrear o de malonear. Si
no exterminaban a los hombres del bando contrario y no se apoderaban de las
mujeres y los niños y regresaban sin cautivos, su reputación se resentía
muchísimo. Cuando Carreras quiso convencerlos de que no era digno de un pueblo
valeroso e intrépido hacerse de cautivos, éste relata que “no estuvieron de acuerdo, porque ese principio chocaba con lo más
íntimo de sus hábitos guerreros y afectaba el concepto que ellos tenían de la
honra”. Quizá deberíamos buscar en este último párrafo el motivo por el
cual estos valerosos guerreros en sus correrías, siempre se robaban a las
mujeres y a los niños, aunque tuvieran que enfrentarse con la furia y las armas
de los hombres blancos y de los araucanos, que muchos años después lograron
vencerlos.
Ahora ya lo sabés!
Lic. Alicia Di Gaetano
Fuentes
- Busaniche, José Luis, Lecturas de Historia Argentina, Relatos de Contemporáneos 1527-1870, Buenos Aires, Solar, 1938.
- http://argentinahistorica.com.ar/