Inglaterra – Siglo XVI
El preso ha perdido la noción del
tiempo, ya no sabe hace cuánto tiempo fue llevado con los grilletes lacerantes
en sus muñecas a esa celda húmeda. Sólo sabe que se encuentra allí encarcelado
esperando la resolución de su caso, entre cuatro paredes en condiciones
insalubres, con alimañas de todo tipo como sus únicos compañeros. De no haber
tenido esa Biblia traducida al inglés, piensa, nada de esto habría ocurrido.
Pero la Biblia en inglés había sido prohibida y todo aquel que tuviera una era
considerado un hereje protestante. El preso rememora una y otra vez la
audiencia donde se le exigió que negase su inclinación protestante, sin embargo
él había decidido no claudicar, la idea de ser un mártir ante lo ojos de Dios
era sin dudas atrayente.
Cuando finalmente una mañana se abrió
la pequeña puerta de madera de la celda el preso supo que había el final de su
historia, había sido hallado culpable de herejía.
Con los grilletes una vez más sobre sus
brazos en carne viva fue llevado hasta las puertas de la torre. Se escuchaban
de fondo y luego cada vez con más nitidez los abucheos de la gente que se había
congregado para presenciar el espectáculo. Al abrirse de par en par las puertas
la luz del sol lo cegó, pero lejos de aventurar una hermosa jornada la luz
significa para él el comienzo del fin. Al salir de la torre el condenado es
atado boca abajo a una especie de parrilla hecha de maderos para ser arrastrado
por caballos hasta el cadalso, y esto es sólo el inicio, y el preso lo sabe, ya
lo ha visto antes, alguna vez él fue parte de ese público expectante.
Bien conoce el condenado lo que le
espera, pues el destino de los herejes es la hoguera. Allí se dirige atado de
pies y manos y arrastrado por las callejuelas de la ciudad por entre medio del
populacho que lo abuchea. La ejecución se realizará en un espacio público para
que todos puedan ver cuál es el destino de aquel que niega la religión
imperante.
El gentío, que como si se tratara de
una obra de teatro, ya sabe el lugar y el horario de la ejecución, se acerca
por curiosidad, pero también los familiares y amigos del hereje asisten para
brindarle apoyo moral. Su padre se acerca sigiloso y tras unas palabras de
aliento le entrega una bolsita con pólvora para que cuelgue de su cuello con la
esperanza de que al momento del contacto con el fuego la explosión le provoque
una muerte inmediata, evitándole una lenta y terrible agonía.
Ya atado al poste mayor sobre una pira
de maderos se lo cuestiona por última vez, pero el hereje no reniega de sus
creencias, elige obedecer a su Dios y ganarse la vida eterna, pues como inglés
y súbdito de la corona le debe pleitesía al rey, siempre y cuando esto no
atente contra las leyes divinas porque ante todo es un siervo de Dios. No, el
hereje no claudica. El verdugo enciende los maderos que arden con premura, el
calor inunda todo el espacio y el terror de quemarse vivo se apodera de su
alma. Afortunadamente, cuando el fuego comienza a chamuscar su cuerpo la pólvora
hace su efecto y en cuestión de segundos, el reo muere producto de la
explosión. El público acostumbrado, pero igualmente impresionable, tapa sus
ojos en el momento álgido, pero luego espía por el rabillo del ojo, para ver el
final de un hereje más.
En la celda contigua, otro preso
escucha el gentío enardecido en el momento de la ejecución y tal vez, sólo tal
vez, desea por un segundo, ser hereje y no traidor. Le han comunicado que su
ejecución tendrá lugar al día siguiente a las 9 de la mañana, pero como bien
hemos dicho, él no es un hereje, es un traidor, ha atentado en contra de la
vida del rey y por tanto le espera la pena máxima: ser colgado, destripado y
descuartizado (conocido en Inglaterra como “hanged, drawn and quartered”).
El traidor repasa en su cabeza una y otra vez lo que ya sabe que le sucederá.
Primero será colgado por el cuello hasta estar casi muerto, será liberado
mientras esté todavía con vida y luego será castrado y destripado, sus tripas
serán quemadas frente a sus ojos para luego ser decapitado y finalmente
descuartizado. El traidor tiene todavía 24 interminables horas para repasar uno
por uno los pasos de la pena que le ha tocado en gracia. Sabe que su ejecución
será pública y por eso teme también al abucheo y al desprecio de la gente, pero
tal vez estén también allí sus familiares y tiene la esperanza de que alguno
lleve consigo unas monedas. Con ese dinero, reflexiona, podría pagar a su
verdugo y tal vez asegurarse la muerte al ser colgado y evitarse los horrores
del destripamiento que le quitan el sueño. Conoce historias de verdugos que
consideraron que habían recibido poco dinero o que simplemente sentían
desprecio por la víctima y que por eso alargaron su sufrimiento, pero él espera
que nada de esto ocurra.
Por un momento el traidor lamenta haber
sido desterrado de la corte cuando era joven porque sabe que de haber estado
bajo el ala protectora de la corte y del rey se le habrían perdonado las
torturas y se le habría concedido la muerte sólo por decapitación, como a Tomas
Moro, traidor pero amigo del rey. Sin embargo es inútil pensar en qué podría
haber sido si… y rápidamente desecha esos pensamientos.
El griterío se apaga poco a poco y el
silencio sofocante al que ya está acostumbrado inunda la celda. El traidor
aprovecha para practicar su discurso final, el discurso que se espera de lo
condenados a muerte. Debe alabar al rey y desearle una larga vida, ¡QUÉ
IRONÍA! El traidor conoce, por cuentos que recorren las calles de Londres,
que hasta los más ilustres condenados han alabado al rey en su último minuto de
vida y en su calidad de inglés que acepta su destino y obedece la ley, no puede
ser menos. El miedo no lo deja pensar y decide pedir prestadas las palabras de
una famosa condenada a muerte, Ana Bolena, y en la plenitud de la noche repite
una y otra vez lo que serán sus últimas palabras en este mundo: “rezo a Dios para que salve al rey y le de
mucho tiempo para reinar sobre ustedes…”
En la Inglaterra del siglo XVI miles de
personas presenciaron las ejecuciones de herejes y traidores y muchos de ellos
escribieron lo que vieron. Hemos acompañado a dos condenados en sus últimas
horas de vida según las crónicas de la época.
Ahora ya lo sabés!
Lic. Diana Fubini
Bibliografía
Hibbert, Christopher, The
Virgin Queen. A personal history of Elizabeth I, Londres, Tauris Parke
Paperbacks
Ridley, Jasper, The
Tudor age, Londres, Robinson, 2002
Weir, Alison, Henry
VIII. King & court, Londres, Vintage, 2008
Muy bueno.
ResponderEliminarMe gusto como esta escrito, es decir desde donde esta escrito.
Bien, bien. De lectura amena y corrida.
Gracias Tano por leernos y comentar siempre!!
ResponderEliminarQué bueno que te gustó el post!
Muy bueno, esxelentemente escrito, parece un cuento pero no deja de ser histórico , gracias por instruirnos
ResponderEliminarMuchas gracias lector anónimo!
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