jueves, 29 de diciembre de 2011

YIRA... YIRA... (como dice la canción de Enrique Santos Discépolo)

Desde siempre y en distintas culturas, las mujeres fueron víctimas de la explotación sexual esclava. En Argentina, las redes de trata de personas que en los siglos XIX y XX se conocieron como “trata de blancas”, encontraron en este delito una fuente de abundantes ganancias. En este post te voy a contar muy someramente cómo era la prostitución en Buenos Aires desde fines del siglo XIX hasta casi mediados del sigo XX.

A partir del último cuarto del siglo XIX en nuestro país se produjo el “aluvión inmigratorio” compuesto en su mayoría por varones. Algunos hombres que venían a probar fortuna viajaban solos para posteriormente traer a sus familias que habían quedado en la lejana Europa. Otros eran solteros y tenían esperanzas de encontrar en nuestra tierra, además de trabajo, una compañera proveniente de su patria con quien compartir su vida. Esta masiva inmigración masculina favoreció la explotación sexual de mujeres extranjeras, cuyos proxenetas se beneficiaron económicamente gracias a que las autoridades argentinas hacían la “vista gorda”.

Ya en 1878, el pasquín El Puente de los Suspiros mencionaba el tráfico de mujeres extranjeras para el negocio de la prostitución, pero la publicación no fue tomada en serio. Sin embargo, en 1870 los dueños del teatro Alcázar fueron acusados de “subastar” mujeres en el escenario de la sala. En 1906 ya se había constituido la Sociedad Israelita de Socorros Mutuos Varsovia que en 1929 se denominó Sociedad de Socorros Mutuos y Cementerio Zwi Migdal. Esta sociedad en realidad era una organización criminal de trata de personas, que engañaba a las familias judías de Polonia convenciéndolas de las ventajas de casar a sus jovencitas con inmigrantes radicados en Argentina. Estas mujeres que eran virtualmente compradas, llegaban al Río de la Plata en barco, luego las pasaban por Paysandú, por Colón y finalmente arribaban a Buenos Aires. Muchos barcos de bandera alemana eran utilizados para traer mujeres de la Europa del Este.

Una vez en la ciudad se las “subastaba o remataba” fijando su precio en libras esterlinas. Estas mujeres, al igual que hoy en día, eran sometidas a un proceso de “ablandamiento”, que incluía desde la violación sexual hasta la agresión física y psíquica para obligarlas a prostituirse. A las más rebeldes se las castigaba enviándolas a prostíbulos del interior para luego ser trasladadas a la Capital Federal o a sus alrededores, según lo requiriera la organización.

Pero no todas las mujeres que venían a Buenos Aires eran de Europa del Este, ni tampoco venían todas engañadas. Hacia 1910, un ejército de prostitutas francesas invadió el país. Estas jóvenes no venían a través de organizaciones criminales, sino con sus explotadores individuales “maquereaux o macrós o cafishos”. Estos proxenetas franceses negociaban la compra venta de franchutas (palabra compuesta por francesa y prostituta) en lugares tan distinguidos como el entrepiso del Pasaje Güemes en plena calle Florida y en la trastienda de una librería en la calle Cerrito. Como había una cantidad tan grande de prostitutas, empezaron a proliferar los burdeles “maisons francaises” que contaban con un plantel de hasta 25 mujeres, por lo que a partir de 1870 las “nuevas casas” que se instalaran debían poseer una licencia para poder operar. Más tarde, se empezó a realizar un control periódico a las mujeres que se prostituían en esas “casas”, no tanto para limitar la prostitución sino para evitar el contagio de enfermedades venéreas, creándose para este fin en 1888 un Dispensario de Salubridad.

No era difícil encontrar un burdel en Buenos Aires, sólo había que buscar un farolito rojo en la puerta de una “casa”, ya que todos sabían que de ese modo se individualizaban los prostíbulos. En el barrio de Montserrat, sobre la calle Aroma o Calle del Pecado, había un prostíbulo al lado del otro y en Constitución los lupanares estaban alrededor del Arsenal de Guerra. En la Boca las calles preferidas de los prostíbulos eran del Centenario, Brandsen, Pinzón, Suarez, Olavaria y Necochea. Desde la ex calle Cangallo (actual Perón) hasta Tucumán sobre Libertad, había burdeles donde también se bailaba.

A las mujeres explotadas en esos lupanares se las llamaba “pupilas” porque vivían internadas en el lugar y siempre debían estar alegres y pulcras. Para disimular estas “casas” ilegales se fueron estableciendo bares y cafetines, algunos contaban con orquestas de señoritas y bailarinas, que proliferaron particularmente en la calle Corrientes, al igual que las cigarrerías con “vuelto al fondo”. Hacia 1910 se expandieron los cabarets, algunos lujosos y caros, que eran frecuentados por la “gente bien”, particularmente en Barrio Norte. 

La Asociación Nacional contra la Trata de Personas que formaba parte de la Liga Abolicionista Internacional, fue fundada en 1903 en Buenos Aires para evitar la explotación sexual, pero sólo logró aumentar la edad mínima de las prostitutas de 16/18 a 22 años y limitar en 3 la cantidad de mujeres en cada burdel. A pesar de que las autoridades corruptas no hacían cumplir estas normas, la Asociación rescató varias jóvenes que habían llegado engañadas a Buenos Aires. En 1908, gracias a la creación del Comité Argentino de Moralidad Pública fueron repatriadas muchas menores que habían sido traídas al país embaucadas “para casarse”.

El problema de la trata de mujeres se había tornado casi incontrolable, por lo que el entonces diputado socialista Alfredo Palacios tomó cartas en el asunto y elaboró un proyecto de ley que se conocería como “ley Palacios” por la que se establecían sanciones desde reclusión, pérdida de ciudadanía y hasta deportación (en caso de extranjeros) para los traficantes de mujeres. En 1919, una ordenanza dispuso que no podía haber más de un burdel por cuadra y prohibió a “las madamas” o regentes (proxenetas femeninas que estaban a cargo del prostíbulo) . Entonces podían verse señores haciendo fila en las puertas de los lupanares, bailando tango entre ellos mientras esperaban ser “atendidos”.Pero estas medidas no alcanzaron y de hecho empeoraron la situación porque en 1923 el número de 187 “casas de tolerancia” registradas se incrementó a 335, aumentando también el número de mujeres explotadas.

La prostitución no declinaría hasta 1929 cuando una mujer, Raquel Liberman, denunció valientemente en la justicia a los dirigentes de la organización por corrupción, estafa, extorsión y asociación ilícita. Esta denuncia tomó estado público a través de los medios de comunicación, y el escándalo hizo que policías y jueces honestos sacaran a la luz el tráfico de mujeres que se venía realizando en todo el territorio nacional. Los traficantes y los cafishos fueron condenados y la organización quedó desarticulada. El 30 de diciembre de 1935 se sancionó la Ley 12.331 que cerró las casas de tolerancia en todo el país, logrando así que el gigantesco comercio que giraba en torno a la trata, lentamente se fuera extinguiendo. A partir del año 2003, el tema de la Trata de personas se instaló en la agenda gubernamental y recién en el año 2008, se promulgó y sancionó la Ley 26.364 de “Prevención y sanción de la Trata de Personas y Asistencia a sus víctimas”.

Desafortunadamente, la trata de personas sigue siendo en nuestros días un negocio mundialmente rentable, el tercero después del narcotráfico y la venta ilegal de armas, que sigue valiéndose del engaño o el rapto para proveerse de víctimas cada vez más vulnerables, como los niños y las niñas.

Ahora ya lo sabés!
Lic. Alicia Di Gaetano

Referencias

Moya, José C., Primos y extranjeros. La inmigración española en Buenos Aires, 1850-1930, Buenos Aires, Emecé, 2004
“La vida clandestina” en Félix Luna [Director] Nuestro Siglo, Historia de la Argentina, Colombia, Editorial Sarmiento, 1992


5 comentarios:

  1. muy buen artículo! muchas gracias!

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  2. EXCELENTE EL ARTICULO ...Y MUY PREOCUPANTE QUE SIGAN DESAPARECIENDO PERSONA CON LA COMPLICIDAD DE LOS POLITICOS , JUECES Y POLICIAS

    Marcelo

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  3. Lo leí sin pestañear. Muy bueno! Sigan así!

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  4. Tremendo que siga pasando. Muy buen informe
    M. A.

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