jueves, 5 de enero de 2012

TOMAS MORO. UN MARTIR DE LA MODERNIDAD

Hace días que le habían sido retirados los libros, los pergaminos, las plumas y la tinta para escribir. El escritorio también había sido removido y se le había negado el privilegio de la calefacción. Abrigado con una manta maloliente e infestada de pulgas se protegía del frío en uno de los rincones de la celda. La vista de un pedacito de cielo a través de la ventana de la habitación era lo único que le quedaba, eso y su fe, su inmaculado amor por Dios.
No era un preso cualquiera y él lo sabía perfectamente. Su celda, si bien no dejaba de ser una habitación húmeda y fría, era una de las mejores de la torre, y eso era lo que repetía a los familiares que lo visitaban.
Hace más de una semana había recibido la sorpresa de que su mujer lo visitara en la torre. Juana le había pedido entre lágrimas que firmara el bendito juramento, que salvara su vida y la de su familia ¡Qué sería de los Moro si él moría! Qué testaruda mujer, pensó para sus adentros, ella sabía perfectamente que no podía firmar, no debía firmar, que no firmaría jamás.

Caminando de lado a lado en el pequeño habitáculo no pudo dejar de pensar en la ironía del caso, cuántas veces había estado él allí interrogando a otros presos y decidiendo sobre sus destinos. Ahora otros decidirían su destino por él. Y no era cualquier otro en quien descansaba su porvenir, era el rey quien a poca distancia luchaba con su conciencia y perdía el sueño por aquel hombre que dormía en un catre en esa lúgubre celda.
El rey y el preso eran o habían sido amigos, ya no podía decirlo con exactitud, pues al fin y al cabo el rey siempre había sido rey y él siempre había sido un súbdito. Mirando por la ventana vio el río correr entre los edificios de la ciudad y se imaginó en la calidez de su casa en las afueras de Londres observando desde los ventanales el navegar de las barcazas. Recordó una mañana en que había visto desde aquellas ventanas la embarcación real que se acercaba y  firme y seguro de sí mismo allí estaba Enrique, su rey, que lo saludaba agitando el brazo. Sí, el rey y él habían sido amigos, se dijo, y aquellas habían sido jornadas de camaradería, de halagos, de charlas sobre política y religión. Enrique lo adoraba, Tomas había sido para el rey casi como un hermano mayor. Aquél como un monarca que se interesaba por la cultura y por la defensa de la religión y él como un humanista y católico fervoroso se amalgamaban en una relación de respeto y de profundo cariño. ¡Cuánto había admirado a su rey y cuánto lo había querido! Todavía hoy lo quería y seguramente Enrique sentía lo mismo, pero razones más fuertes y nobles que los sentimientos de los hombres se interponían entre ellos. Un ruido estridente de cadenas lo regresó a la realidad y los lindos recuerdos quedaron atrás.

El día en que Enrique se encaprichó con Ana Bolena, Moro no emitió opinión alguna, pues era común que el rey cambiara de favorita de la noche a la mañana. El día en que Enrique quiso casarse con Ana Bolena, Moro temió pero no lo creyó capaz de divorciarse de la reina. El día en que Enrique revolucionó Inglaterra para casarse con esta mujer para Moro fue demasiado, pero aun así no habló. Era tanto el cariño que sentía por su rey que prefirió renunciar a su puesto de canciller del reino y retirarse al campo para dedicarse a la escritura y a su familia. Antes de partir hizo la promesa a Enrique de que nunca hablaría públicamente en contra de las decisiones del monarca, pero se mostró contrario a todas ellas en la intimidad. Enrique en principio aceptó el silencio de Moro y lo dejó ir, fue así como Moro se llamó al exilio.
Pero Enrique tenía un alma turbada e insatisfecha y la calma le duró poco. Cuando Enrique hubo logrado el divorcio para casarse con Ana Bolena, el reino de Inglaterra quedó patas para arriba. Como el Papa no le había concedido la anulación de su matrimonio con la reina, Enrique se había separado del Vaticano, había creado una iglesia de Inglaterra independiente y se había nombrado jefe espiritual de la misma. No contento con esto, el rey exigió que todos los hombres firmaran un juramento que declaraba que su matrimonio con Ana Bolena era legítimo, que los hijos de esta unión serían sus herederos (muy a pesar de la hija de su matrimonio con la reina) y que él, Enrique, era el jefe de la Iglesia y ya no más el Papa. Todos firmarían, excepto Tomás Moro.

Aterido de frío pues estaba bajando el sol, se cubrió con la manta y se dispuso a rezar, pero sus pensamientos lo llevaron nuevamente a su casa en el campo, pero esta vez no era la embarcación real la que llegaba con buenos augurios a su hogar, esta vez eran hombres del rey que venían a exigirle algo. Solo en la celda se halló haciendo la misma mueca de sorpresa que había hecho al leer el pergamino que traían estos hombres, el famoso juramento. En su imaginación las sucias paredes de la celda se cubrieron de cálidas maderas y de cuadros colgados en perfecta simetría, el piso se tapó con una hermosa alfombra de colores púrpuras con arabescos dorados, en el centro de la habitación apareció un enorme escritorio de roble lleno de papeles, Moro estaba sentado de un lado y los caballeros del rey del otro. Leyó el pergamino, calló por unos minutos y finalmente se negó a firmarlo. Esa no fue la última vez que estos hombres aparecieron en su casa, recordó, muchas fueron las veces en que intentaron que firmara el juramento, pero él se había negado una y otra vez.

Los cuadros, la alfombra y el escritorio se esfumaron de pronto y la habitación volvió a ser la celda de la torre. ¿Cómo había llegado el amigo del rey, el canciller de Inglaterra a esa situación? Qué pregunta tan obvia, pensó, lo sabía perfectamente. El día en que había sido llamado a la corte y había sido instado por última vez para que jurara Moro dejó muy en claro que podía aceptar el divorcio de Enrique, podía también amigarse con el nuevo casamiento del rey con Ana Bolena, hasta habría podido aceptar que los hijos de la nueva unión fueran los nuevos herederos de la corona, pero lo que no podría aceptar jamás era que el rey fuera la cabeza de la Iglesia, pues la única autoridad de la Iglesia era el Papa, el heredero del trono de San Pedro. Firmar el juramento habría sido para Moro negar toda su existencia, negar a su Dios, negarse a sí mismo y ganarse la expulsión de los cielos. No, un hombre como él, católico a ultranza no habría podido nunca jurar en contra de su conciencia y no lo hizo. Así había llegado a esa celda, se respondió a sí mismo. Era inútil de todas maneras seguir pensando, su condena era inapelable, pues los traidores debían morir por atentar contra el rey. Enrique había firmado ese mismo día su condena a muerte.


Entrada la noche admiró el reflejo de la luna en una de las paredes. Añoró sus libros y sus pergaminos, pues lo mantenían distraído, pero al fin y al cabo, se dijo, esas eran cosas materiales. Quedaba sólo encomendarse a Dios. Acomodó la manta sobre sus hombros para no sentir frío, se arrodilló frente al catre bajo la ventana y rezó.

Tomas Moro fue decapitado el 6 de julio de 1535 por orden de Enrique VIII bajo la acusación de Alta Traición. Si bien la condena de los traidores consistía en ser colgados, destripados y descuartizados, los condenados que pertenecían a la nobleza podían ser beneficiados por la misericordia del rey y sufrir sólo la decapitación. Fiel a sus creencias sus últimas palabras fueron: Muero siendo el buen siervo del Rey, pero primero de Dios. Considerado un mártir por la Iglesia Católica, Moro fue canonizado por el Papa León XIII en 1886. Se lo conoce por su trágica muerte pero debe ser recordado como uno de los más grandes pensadores de la modernidad, un humanista, un utópico.

AHORA YA LO SABES!

Lic. Diana Fubini

Bibliografía

Ridley, Jasper, The Tudor age, Londres, Robinson, 2002
Weir, Alison, Henry VIII. King & court, Londres, Vintage, 2008

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