jueves, 29 de septiembre de 2011

YO, EL REY


                              

Cuando pienso en Egipto se me llenan de arena los pies. Inmediatamente, mi mente se remonta a esos paisajes de inmenso calor y es ahí donde vislumbro las maravillosas e imponentes pirámides, fiel testimonio de una gran civilización que aun hoy en día resuena en nuestra mente. Pero como en toda civilización, existía una cabeza: el Rey egipcio o Faraón. Y toda cabeza necesita de un cuerpo: sus escribas, ministros y el pueblo, quienes creían fielmente que eran gobernados por un dios en el cual residían las fuerzas de las Dos Tierras: el Alto y Bajo Egipto.

La unificación del país fue gracias a Menes-Narmer o Menes o Narmer, ya que aun hoy en día los historiadores no se ponen de acuerdo sobre el nombre completo de este personaje. En definitiva, éste fue quien superó las particularidades de la región, uniendo el valle con el delta del Nilo en el 3050 a.C. aproximadamente y estableciendo como capital del reino unificado la ciudad de Menfis.

Como el máximo gobernante era la representación viviente de los dioses, existía una explicación teológica que se amoldaba perfectamente a su condición de dios: la Teología Menfita. En ella se relataba la división de la tierra egipcia en los comienzos de la historia, entre dos dioses, Seth y Horus, quienes lucharon por el dominio de Egipto; pero luego, el dios tierra, Geb, que había actuado de árbitro, se arrepintió de esta decisión, dando toda la tierra a Horus ya que le parecía injusto que Seth, el cual había asesinado al padre de su contrincante, Osiris, recibiera la misma cantidad de terreno que su adversario. De este modo, el dios Horus se convirtió en el gobernante del territorio egipcio que había recuperado los terrenos de su padre, por lo que de ahí en más, todo rey egipcio era considerado como “el Horus viviente”, aquel que reinaría en el estado egipcio legítimamente.

La titulación completa del rey comprendía cinco nombramientos los cuales hacían alusión a su poder divino y al derecho de gobernar las dos partes del territorio como unidad. Lo llamaban el “Horus viviente”; “Las Dos Señoras” o “Los Dos Señores”, demostrando que en él residían las dos diosas custodias del Alto y Bajo Egipto: el buitre Nekhbet y la cobra Wadjet, y también, los dos dioses enemigos anteriormente pero ahora reconciliados en la figura del faraón: Horus y Seth. Se lo reconocía también como “El del Junco y "el de la Abeja”, los símbolos de las dos tierras; “el Horus de Oro” e “ Hijo de Re”. Pero, ¿acaso no era el hijo de Osiris? Seguramente esto podía llevar a la confusión a cualquier egipcio de su época como a nosotros en este momento. Sin embargo, para todo existe una explicación. Tanto el dios Horus, como el dios Re, daban un aspecto diferente a la divinidad del faraón. El título de “Hijo de Re” destacaba su nacimiento físico como dios, en tanto que el título de “Horus” acentuaba sus facultades divinas para gobernar como dios a quien se le había otorgado el reino por mandato del tribunal divino.

El ser “Hijo de Re” le daba al rey ciertas características. El sol era en la mayoría de las antiguas culturas, el “sol invictus”. Cada salida del sol era vista como una victoria sobre las tinieblas y cada puesta de este era una entrada en el Infierno donde los peligros lo acosaban. La regularidad de sus movimientos sugería la idea de una justicia inflexible. Es por ello que una de las cualidades del rey era la de ser juez supremo. Todo egipcio era conciente de que la justicia era parte de un orden establecido por Re y este orden era representado por su hija, la diosa Ma'at (que en el panteón figuraba como una mujer con una pluma en la cabeza) por lo que el rey gobernaba para velar siempre por ella y así mantener el orden de la creación. Hasta algunos encontraban en la figura del faraón a un ser protector, “un pastor de su pueblo”, el cual, ayudado por los dioses, educaba, protegía, alimentaba y conducía a su rebaño hacia la prosperidad.

En resumen, en este increíble personaje residían todas las fuerzas de la naturaleza que tenían relación con la prosperidad de Egipto: la regularidad de las estaciones, el ciclo del Nilo y las buenas cosechas. Pero semejante tarea necesitaba de una serie de rituales para fortalecer, renovar y actualizar su poder. Una de las ceremonias más importantes que se realizaba durante su reinado y que tenía una prolongación de cinco días era el “Festival de sed” en donde se entretejían un sin número de conexiones entre los dioses, el rey, la tierra y su pueblo, produciéndose así, una verdadera renovación del poder real.

Pero no todo era color de rosas. Existía un momento en el cual la conciencia y el estado egipcio eran amenazados por el caos: la muerte del rey. Era lógico pensar esto ya que la ausencia de semejante figura llevaría a un desorden cósmico, de papeles, de herencia, en fin. La armonía tenía que ser restituida y esta se lograba con la asunción de su sucesor. Pero como los egipcios tenían todo pensado, el nombramiento del heredero se hacía en vida para que la transición fuera fácil de manejar. Visto que la vida se correlacionaba con los tiempos de la naturaleza, la ceremonia se hacía coincidir con los momentos de renovación de esta, es decir, fin del verano, comienzos del otoño. El nuevo rey asumía el gobierno lo antes posible. Su ascenso coincidía también con la salida del sol a fin de que hubiera una consonancia entre el principio de un nuevo reino y el comienzo de un nuevo día.

Uno de los momentos de “El Misterio de la Sucesión”, ceremonia de ascenso y coronación, era cuando el rey se colocaba una especie de manto denominado “Qeni” con el cual envolvía su pecho y espalda. Lo maravilloso de esto era que en ese instante se producía el “mutuo abrazo de Osiris y Horus”; un abrazo entre el padre muerto y el hijo que ahora reinaría. Mientras que el nuevo rey recibía el poder divino heredado de su padre, la fuerza vital del hijo apoyaba a su predecesor en su paso a la otra vida. De este modo, el rey difunto se convertía en Osiris que continuaría beneficiando a su hijo y a su pueblo desde el más allá mientras que el nuevo gobernante lo haría entre los vivos, produciéndose una comunión entre los dos mundos.

Cuando el “Horus viviente” se colocaba la corona “Pschent” conformada por la corona blanca del Alto y la corona roja del Bajo Egipto, invocando la unión del territorio, el orden quedaba restablecido y desde Menfis, se daba inicio a una nueva era.

¡AHORA YA LO SABES!

Lic. Andrea Manfredi

-Jean Sainte Fare Garnot, La vida religiosa en el antiogue Egipto, Eudeba, Buenos Aires, 1945
-F. Braudel, Memorias del Mediterraneo, Catedra, Madrid
-J. Wilson, La cultura egipcia, FCE, Mexico
-Henri Frankfort, Reyes y dioses..., Alianza, 1983
-H y H.A. Frankfort, J. A. Wilson y T. Jacobson, El pensamiento pre-filosofico. Egipto y Mesopotamia, FCE, Mexico, 1954

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