jueves, 12 de julio de 2012

Blanco, pureza. Amarillo, inteligencia


¿Quién en algún momento de su vida no ha leído el horóscopo o ha buscado alguna página tarotista para predecir su futuro o saber qué le depara el día o la vida? Movidos, tal vez, por la curiosidad, la incertidumbre o por la búsqueda de la certeza, un sinnúmero de personas encuentra una especie de “tranquilidad mental” que las ayuda a seguir adelante. Sin embargo, este comportamiento humano no es algo novedoso. El hombre desde tiempos antiguos ha buscado en la figura del brujo, bruja, sacerdote o chamán, la serenidad que ha perdido y la seguridad de que sus actos son “justos”.



En la época medieval, a pesar de la conciencia religiosa y el “temor a Dios” característicos, la interpretación de signos y símbolos condicionaba la vida de los pueblos. No es para menos si tenemos en cuenta que se trató de una época plagada de guerras y pestes por lo que la voluntad humana no sólo se aferraba a la cruz sino también a todo aquello que develara un mensaje que les permitiera a la vez, obtener el conocimiento de ellos mismos. Así fue que la influencia de este simbolismo se difundió a partir de los siglos XII y XIII gracias a una amplia profusión de la heráldica o ciencia que estudia la armería.



Con respecto al significado de los números por ejemplo, el 2 significaba la dualidad: luz-obscuridad, carne-espíritu, etc.; el 3 evocaba la Trinidad divina o humana: cuerpo, alma y espíritu. El 4, nacido del quebrantamiento de la perfección de la Trinidad por una unidad, simbolizaba el mundo espacial: los cuatro jinetes del Apocalipsis, provenientes de una única fuente, Cristo; los cuatro puntos cardinales, las cuatro estaciones, las cuatro letras del nombre de Adán, etc. De la combinación del 4 y el 3, es decir, de la combinación de la idea de espacio y de mundo sacro, devenía el 12 que simbolizaba el tiempo cumplido: 12 apóstoles, 12 signos del zodiaco, 12 meses, etc. El 5 indicaba la voluntad y el 7, lo sagrado, la perfección: los siete días de la semana, las siete maravillas del mundo, los siete colores. Por último, el 8 simbolizaba la Resurrección.  



Las figuras geométricas también tenían su significado. El círculo, perfecto, homogéneo, sin principio y fin, se lo atribuía al “orden celeste”, a ese inmutable y continuo recorrido de los planetas, de las estrellas, relacionándoselo  también con el tiempo, el ciclo y el eterno retorno. Su  centro se asociaba a la idea de Creación, de orden, en torno a la cual todo se organizaba. El cuadrado representaba la estabilidad debido a la firmeza de sus cuatro ángulos apoyados en el espacio.



Una gran parte del simbolismo medieval descansaba en estos números y figuras. Por ejemplo, el paraíso terrestre era representado como un círculo en cuyo centro se encontraba la famosa fuente cuadrada. Mientras que la “Jerusalén Celestial” era un cuadrado con cuatro grupos de tres puertas también cuadradas enmarcadas por círculos. Pero el elemento unificador era la cruz que derivaba de la combinación de los puntos diametralmente opuestos del cuadrado inserto en un círculo, lo que simbolizaba la presencia de Dios en los cielos y en la tierra.



Tridimensionalmente, el círculo y el cuadrado, se transforman en cubos y esferas, elementos bases de la arquitectura románica, muy medieval, muy religiosa, muy temerosa de lo divino. Una arquitectura austera y magistral que invitaba a la oración y a la reflexión, a la enseñanza y a la advertencia, evitando caer en las tentaciones y distracciones por miedo a padecer los tormentos del Infierno por toda la eternidad.



Los colores también tenían un significado para la mentalidad medieval. Por ejemplo, el negro, asociado al planeta Saturno, evocaba la muerte, lo tenebroso y la tristeza; el rojo, vinculado a Marte, era el color de la guerra y la victoria; el blanco simbolizaba la pureza, la rectitud y la franqueza. El amarillo, la inteligencia y el juicio. El verde, asociado al planeta seductor Venus, representaba la esperanza. Y el azul, Júpiter, y el violeta o púrpura, Mercurio, evocaban el cielo.



El hombre de aquella época también era consciente del cosmos que lo rodeaba. No había astro en el firmamento que no tuviera significado. Se creía que aquellos más cercanos y de dimensiones más imponentes, tenían una influencia mayor en el entorno. Un cometa, una estrella fugaz, un eclipse, hasta un diluvio; todo era reconocido e interpretado ya que auguraba un mensaje divino el cual repercutiría directamente en la vida.



Unido también a la astrología, el destino de cada individuo dependía del planeta y signo en donde se encontraba en el momento de su nacimiento.  Por ejemplo, si la persona nacía bajo el signo de Venus, el planeta del amor, de la astucia, de la delicia y el gozo, sería de sentimientos débiles. De pequeño sería amado para luego transformarse en una persona orgullosa y vil que cometería acciones mezquinas. Por el contrario, el planeta Saturno regía sobre los hombres flacos, negros, sin barba, lentos y de escasa voluntad, mientras que Júpiter, encuadraba a aquellos bondadosos, gentiles, afectuosos, barbudos, pero un poco calvos.



A la influencia del planeta se adjuntaba aquella del signo. Por ejemplo, si Géminis estaba en la casa de Venus al momento del nacimiento, esta persona sería pobre de por vida. Si se encontraba Cáncer, esta persona no sería ni rica ni pobre pero sí longeva. Y si estuviera Leo, esta persona sería rica, estimada y viviría por muchos años.



Los bestiarios también tenían significado simbólico. Ya fuera llevar como colgante alguna piedra en especial, ver un animal, evocarlo o  representarlo, permitía al hombre tomar su fuerza y mimetizarse con su significado. Por ejemplo, la rosa recordaba a la Virgen María; la manzana al mal; la mandrágora a la lujuria y al demonio; y la vid al Cristo. La totora, simple y casta, representaba a “la Iglesia de la cual Dios es su esposo”. El águila, por su fuerza y nobleza, solía representar valores positivos, inclusive al propio Jesucristo. En ocasiones se representa capturando con sus garras o pico a un conejo o a una liebre. Esta escena simbolizaba el poder de Dios sobre el hombre. La imagen con sus crías a las que no cuidaba si éstas no soportaban la vista al sol, enseñaba a renegar de nuestros hijos si no se disponían a servir a Dios. El león, símbolo de valor y fuerza, representaba la divinidad, Hijo de la Santa Madre, Rey del Mundo. Su larga cola, por ejemplo, evocaba que la humanidad estaba sujeta al juicio divino. La paloma, símbolo del anhelo del espíritu por alejarse de lo terrenal en busca de valores más altos, si aparecía sobre un arco, simbolizaba la eternidad. El unicornio, simbolizaba la pureza y virginidad. Se pensaba que su cuerno brindaba protección contra toda enfermedad y veneno. Se lo administraba en forma de polvo en las comidas y bebidas, pagándose altas sumas por él.



Algunos de los animales asociados al mal eran la serpiente, símbolo del pecado y del diablo; la liebre y el conejo relacionados con la lujuria por su fertilidad; el jabalí y el cerdo por ser animales sucios y perezosos, además de estar también relacionados con los placeres carnales, entre otros.



La simbología era tomada tan en serio que hasta en la heráldica, aquella flora y fauna que representaban defectos, debilidades o características humildes en los hombres, eran removidas de los escudos y armas nobiliarios ya que como venimos observando, todo era un mensaje a transmitir. Por ejemplo, si el caballero portaba una espada de doble hoja a punta, entonces éste era puro y estaba bendecido para matar a los enemigos de la Santa Iglesia. El nombre inciso al interno simbolizaba que Jesús debía estar siempre presente en su memoria mientras que el mango redondo simbolizaba al mundo que el caballero veneraba. Hasta las cuatro patas del caballo tenían un significado, evocando las cuatro virtudes: justicia, sabiduría, fuerza y moderación. 



La mayoría de estos símbolos eran explicados elementalmente, casi siempre por los clérigos, a aquellos carentes de instrucción para que, por medio de  las imágenes, pudieran ser capaces de descifrar el significado. Imaginemos el temor que causaría en aquellos que observaran en los templos y catedrales, casas de instrucción para aquellos más pobres, a los dragones, criaturas demoníacas enemigas de Dios, o a los basiliscos,  animales formados por una cabeza monstruosa con cresta de gallo unida a cuerpo con dos patas y cola de serpiente que mataban con la mirada y el aliento, siendo los encargados de transportar las almas de los condenados al infierno y simbolizando la muerte y al propio diablo. Así lo refleja claramente, una mujer del “Quattrocento” cuando afirmaba lo siguiente: “Soy una mujer pobre y anciana, no sé nada, no sé leer. En el monasterio que frecuento veo pintado un paraíso donde hay arpas y laúdes, y un infierno donde se calcinan los condenados. Uno me da miedo, el otro gozo y alegría.”



En resumen, la cosmovisión medieval asimilaba el mensaje continuo dado por su entorno el cual debía ser captado y asumido para poder comprender los vaivenes de la vida. Sea a través de una imagen, letra, símbolo, animal o vegetación; todo era instrumento de comunicación entre el hombre y lo divino, entre el hombre y lo sobrenatural.



Lic. Andrea Manfredi



Bibliografía:



-         Delort, Robert, La vita quotidiana nel Medioevo, Roma-Bari, Editori Laterza, 2011, 8va ed.



-         “Bestiario Medieval” en: www.arteguias.com

Imágenes extraídas de:

Capitel caballeros: hispavista.com

Caballero con criatura: www.ordendeltemple.net

León: www.echoppemedievale.com

Grifo: www.arteguias.com

Unicornio: bestiarium.wordpress.com

Jerusalén celestial: caputanguli.blogspot.com.ar

No hay comentarios:

Publicar un comentario