jueves, 26 de julio de 2012

De necrópolis y camposantos

En general, si hay un tema que provoca angustia a las personas es el de la muerte, sea la propia o la de sus seres queridos. Independientemente de las creencias sobre si el alma existe y en ese caso qué sucede con ella, al momento del fallecimiento de una persona los deudos se enfrentan a una cuestión no menor: qué hacer con el cuerpo del difunto. En el mundo cristiano occidental según fueron pasando los siglos, las formas de inhumación se fueron modificando, hasta alcanzar lo que hoy conocemos como cementerio y de eso se trata este post.

En la Antigüedad pagana y en la cristiana, los vivos debían estar separados de los muertos, porque uno de los objetivos de los cultos funerarios era impedir que los difuntos “volvieran a perturbar” a los vivos. Esta fue una de las razones por las que La ley romana de las Doce Tablas, escrita entre los años 450 y 451 a.C., prohibió los enterramientos dentro de la ciudad. Por eso se instalaron los cementerios al costado de las rutas como en la Via Appia, en Roma. Pero a partir del siglo II las inhumaciones comenzaron a realizarse en las ciudades, en necrópolis suburbanas, donde los mártires junto con cristianos y paganos aún descansan el sueño eterno. Máximo de Torino en el siglo V sostenía que los mártires cuidaban a los vivos y protegían a los muertos.

Aún no está del todo claro cómo los cementerios entraron en las iglesias, pero sí se sabe cómo fue en el caso de Amiens (Francia). El obispo de San Vaast había elegido su sepultura fuera de la ciudad y cuando en el 540 falleció, los sacerdotes quisieron levantar su cuerpo para trasladarlo, pero se había vuelto tan pesado que resultaba imposible moverlo. Cuando decidieron dejarlo en la Catedral, el cuerpo se volvió liviano y a partir de ese acontecimiento, la separación entre abadía y cementerio quedó borrada. De ahí en más, el clero empezó a ser inhumado dentro de las iglesias compuestas por la nave, el campanario y el cementerio, palabra ésta que designó la parte de afuera del edificio, es decir, el atrio originariamente sinónimo de osario.

Pero no sólo el clero, también los más ricos empezaron a ser enterrados dentro de la iglesia, bajo las baldosas. A medida que avanzaron los siglos, los cadáveres de los nobles comenzaron a ocupar distintas partes de los templos. Eran depositados en sepulturas artísticamente ornamentadas, siempre con motivos religiosos y en muchos casos se esculpía encima la figura del difunto, tal como las podemos apreciar hoy en día en todas las abadías, catedrales e iglesias europeas. Pongo como ejemplo, por ser una de las historias más románticas del mundo, las tumbas del rey Pedro I de Portugal y de Inés de Castro. Como Pedro se casó en secreto con Inés, que era la dama de compañía de su futura segunda esposa (una infanta española) su padre el rey Alfonso IV, ordenó asesinar a Inés en 1355. Cuando en 1357 Pedro fue ungido rey de Portugal, hizo exhumar el cadáver de su enamorada y a pesar de que la señora sin dudas ya no olía tan bien, ni se veía tan hermosa, hizo coronar el cadáver a su lado. Los cuerpos de Inés y de Pedro, que murió en 1367, fueron depositados en dos tumbas enfrentadas, ubicadas en el transepto del Monasterio de Alcobaza (Portugal) para que cuando llegara el fin de los tiempos y despertaran del largo sueño de la muerte, fueran sus rostros amados lo primero en ver. ¿No es una historia de amor de película?

Durante la Edad Media, las tumbas fueron ornamentadas primero con imágenes del Apocalipsis y de un Cristo rodeado por los cuatro evangelistas al final de los tiempos; y con la resurrección de los muertos después. Hacia el siglo XII a estas escenas se le agregó la de Cristo sentado como un juez rodeado de apóstoles, juzgando a cada hombre por sus acciones buenas y malas. Le debemos a las órdenes mendicantes del siglo XIV suponer que al momento de morir, nuestra vida entera pasa por nuestra mente como en un film. La iconografía del siglo XVI nos muestra al moribundo acostado, rodeado de sus amigos y parientes y de toda la corte celestial, la Virgen y la Trinidad de un lado y del otro Satanás con su ejército de demonios, esperando el final del juicio para quedarse con el alma. Fue en ese mismo siglo cuando Felipe II de España mandó a construir el Monasterio de San Lorenzo de El Escorial, un complejo multifuncional, monacal y palaciego, que posee bajo su capilla principal las tumbas de los reyes, reinas e infantes españoles desde Felipe II hasta ahora, (Austrias y Borbones) que se conoce como Panteón de los Reyes.

Por el contrario, el camposanto estaba reservado a los pobres que eran apilados en fosas profundas y grandes llamadas osarios, sin ataúd, simplemente envueltos en sus sudarios. Cuando la fosa se llenaba, se reabría otra más antigua de la que se sacaban los huesos secos que se trasladaban a otros osarios. Son estos huesos (fémures, húmeros y calaveras, etc.) sacados de las fosas, los utilizados en el barroco macabro del siglo XVIII, que expuestos en algunas iglesias en forma artística, tapizaban paredes, columnas y arcadas. Tal es el caso de la Capelas de Ossos (Capilla de los Huesos) en la Arquidiócesis de Évora, Portugal (da escalofrío entrar, especialmente porque en el ingreso dice “los huesos que aquí estamos, los estamos esperando”). En realidad hasta los siglos XVI y XVII, a la gente poco le importaba dónde estaban los huesos con tal de que estuvieran cerca del altar del Santísimo Sacramento o de la Virgen.

Durante el Siglo de las Luces (siglo XVIII) surgió una especie de fascinación por la muerte y por el misterio que separa el fin de la vida y el comienzo de la descomposición, que quedó plasmada en representaciones de esqueletos y momias. Hacia mediados del Siglo, las personas “ilustradas” imbuidas de la filosofía racional, empezaron a notar que la acumulación de muertos en las iglesias comprometía la salud pública por los olores pestilentes provenientes de las fosas. Entendían también que la exhibición de los osarios violaba la dignidad de los muertos y empezaron a criticar a la Iglesia que tomaba el dinero en las misas para la salvación de las almas, pero se desinteresaba de las tumbas de los que alguna vez estuvieron vivos. A comienzos del siglo XIX ya se proyectaba en Francia desplazar los cementerios, que habían quedado rodeados de viviendas por la expansión urbana, a las afueras de las ciudades. Fue a mediados del siglo XIX, que en ese país aparecieron las capillas de las cofradías y se adoptó en los cementerios la forma de panteón familiar en las inhumaciones, quedando reunidos por toda la eternidad bajo un mismo techo varias generaciones y distintos matrimonios.

En cuanto a nuestra ciudad de Buenos Aires, fue en 1820 que los terrenos de la Congregación Franciscana fueron expropiados por el gobierno de Martín Rodríguez y de su ministro Bernardino Rivadavia, para la construcción del primer cementerio público de la ciudad: el Cementerio del Norte hoy conocido como Cementerio de la Recoleta. Cuando en 1871 se declaró la fiebre amarilla, muchos porteños ricos que vivían en los barrios de San Telmo y Monserrat se mudaron a la zona norte de la ciudad, convirtiendo al Cementerio del Norte en el último lugar de descanso de las familias más poderosas y acaudaladas de Buenos Aires. Como a fines del siglo XIX y principios del XX estas familias admiraban y copiaban todo lo que procedía de Francia, posiblemente hayan imitado la costumbre de inhumar a sus familias en panteones que en el Cementerio de la Recoleta tomaron la forma de monumentos exquisitos, que convirtieron a esta necrópolis en un museo de estatuas al aire libre. Fue justamente durante la epidemia de fiebre amarilla que se prohibió en este Cementerio inhumar a las víctimas de la enfermedad, por lo que fueron destinadas cinco hectáreas conocidas como Chacarita de los Colegiales (lugar frecuentado por los alumnos del Real Colegio de San Carlos), para la construcción de un cementerio que se conoció como el “Cementerio Viejo”, hoy “Cementerio de la Chacarita”. Allí también quedó manifestado el gusto afrancesado de la época, donde tampoco se escatimó en arte y talento para la construcción de las bóvedas familiares.

Sobre si el alma reencarna, se va al cielo, al infierno, al purgatorio o  si vuelve al final de los tiempos y recupera el cuerpo, o simplemente se diluye en el tao, es un enigma que permanece sin resolver. Pero me quedo con lo que dijo Philippe Aries “el hombre de fines de la Edad Media tenía una conciencia muy aguda de que era un muerto en suspenso (y) que el plazo era corto (…) ese hombre tenía una pasión por la vida que hoy nos cuesta trabajo comprender, acaso porque la nuestra se ha vuelto más larga” y porque quizá muy en secreto, desafiando toda lógica, estamos convencidos de que como los Dioses, nunca vamos a morir.

A 60 años de su desaparición física, dedicado a la Señora Eva Duarte de Perón, donde quiera que esté.

Ahora ya lo sabés
Lic. Alicia Di Gaetano

Bibliografía

· Ariès, Philippe, Morir en Occidente, desde la Edad Media hasta nuestros días, Argentina, Adriana Hidalgo Editora, 2012.
· Huizinga, Johan, El otoño de la Edad Media, Madrid, Selecta de Revista de Occidente, 1965

4 comentarios:

  1. Muy buen Post! Agrego que el edicto napoleonico Saint-Cloud del 12 de junio de 1804, disponia que las tumbas debían ser colocadas fuera de la ciudad y que tendrian que tener lapidas iguales. Para ese entonces era facil preveer que tal edicto fuera aplicado en el Reino italiano. A pesar que Ugo Foscolo (escritor italiano) en un primer momento estaba a favor de dicho edicto, luego en el escrito Dei Sepolcri, cambia de opinion afirmando: " Es por medio de las tumbas que se perpetua el recuerdo y se realiza una continuidad de afectos, una conversacion entre los vivos y los muertos (...) la intensidad del recuerdo de los vivos asegura al difunto una suerte de inmortalidad".

    Saludos,
    Fatima

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    1. Muchas gracias Fátima por enriquecer el texto. Bellísimas las palabras que citas de Foscolo!!!

      Alicia

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  2. Estuve en el Monasterio de alcobaca parado al lado de las tumbas del Rey Pedro I y de Ines de Castro,y es una verdadera historia de Amor.
    Ademas de Excelente el post,me encanto la dedicatoria a la Sra.Eva Duarte de Peron.
    Muchas Gracias Licenciada

    Marcelo

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    1. Gracias Marcelo por el comentario. La historia de amor del rey Pedro de Portugal y de Inés de Castro me pareció tan hermosa que no podía dejar de compartirla con todos los lectores en este post.

      Alicia

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