jueves, 28 de junio de 2012

Los Pampas, esos indios rebeldes e irreductibles (principios siglo XIX)


Las historias sobre los bravos pampas, al haber sido un pueblo ágrafo (no posee escritura), fueron contadas por los testigos que tuvieron oportunidad de acercarse a ellos, sea como amigos como enemigos o como cautivos, pero fueron militares quienes casi siempre las relataron. Hoy, para contarles cómo vivían estos intrépidos indígenas, voy a tomar el relato de William Yates, un oficial irlandés que por esas cosas del destino se encontraba bajo el mando de José Miguel Carrera, (a quien también voy a citar) un oficial chileno cuya vida novelesca lo llevó a luchar en Argentina a favor de los federales contra los unitarios, claro, hasta 1821 cuando lo mataron.   

Las tribus pampas tenían cada una su jefe o cacique, y como generalmente andaban guerreando entre sí, carecían de un sistema de gobierno que los unificara. Sin embargo, si un peligro los amenazaba, no dudaban en unirse para enfrentarlo. No cualquiera era cacique, ese honor sólo le cabía a quien demostrara superioridad discursiva en las asambleas, (hoy diríamos un político nato) y, coraje y estrategia en la guerra (un general en la actualidad). Carrera sin duda admiraba la locuacidad de estos jefes porque como testigo de lo que llamaríamos “Cumbre de caciques” decía: “En sus arengas se expresan con una fluencia y rapidez que sorprende. No se perturban ni tropiezan en una palabra; dividen sus frases por pausas de tiempos iguales (…) No se valen de gestos ni ademanes, pero emplean las más sensibles variaciones de tono para dar expresión a sus sentimientos”. (No se ustedes, pero yo encuentro en esta frase claramente que los caciques daban lección de oratoria en sus reuniones). Sin embargo, la autoridad del cacique era limitada, ya que a pesar de tener poder para reunir a la tribu y comunicar las ventajas de una guerra o la necesidad de arrasar a una tribu enemiga, eran los propios indios los que democráticamente aprobaban o no la propuesta. La decisión que se tomaba se cumplía a rajatabla y se daba libertad a aquellos que habían votado negativamente, para participar o no de la acción decidida por la mayoría. Todos los miembros varones de las tribus tenían el derecho a obrar a su antojo, siempre que no afectaran a otras personas o a sus propiedades. Los caciques en tiempos de paz sólo podían dar consejos a los demás, de ahí también la importancia de su oratoria y argumentación. 

Cuando de conclaves de tribus se trataba, los caciques llegaban al lugar fijado como punto de reunión con sus escoltas como prueba de la calidad y las fuerzas de la tribu. Antes de comenzar la misma y de dar sus predicciones, los sacerdotes realizaban sacrificios dedicados a su protector el sol “para que los inspire el genio de la verdad”. Cuenta Yates, que en una ocasión habían elegido un potro “sin defecto” al que un “sacerdote abrió una herida al costado del animal, introdujo el brazo en el cuerpo todavía vivo y le arrancó el corazón y las entrañas. Con la sangre del corazón hizo ademán de asperjar el sol, mientras los otros hechiceros le imitaban con la sangre del cuerpo de la víctima. Luego se comieron el corazón, el hígado, los bofes y otras entrañas humeantes. Terminada esta ceremonia, iniciaron sus augurios y profecías”. Antes de comer o de beber, consagraban al sol los tres primeros bocados o tragos que salpicaban al aire. Los pampas no sólo veneraban al sol como autor de la luz, la vida y todo lo que hay sobre la tierra, también adoraban a la luna, aunque de manera secundaria y se asustaban mucho cuando había un eclipse de luna. 

Estos aguerridos indígenas eran muy coquetos, hoy los llamaríamos metrosexuales, se depilaban todo el cuerpo y era común verlos sentados en sus catres por más de una hora, sin pronunciar palabra, como sumergidos en profunda meditación, “arrancándose los pelos de la barba con unas pinzas que usaban, pues no se dejan crecer un pelo en la cara o en el cuerpo”. Siempre andaban desnudos, aunque en invierno usaban ponchos y “un paño envuelto en la cintura”. Para guerrear se pintaban la cara con tierra negra, roja y blanca y se emperifollaban colocando plumas blancas, azules, coloradas y amarillas en sus largos cabellos, que habitualmente sostenían con “una faja angosta que llamaban huinca o vincha”. 

Como nómades que eran, armaban y desarmaban sus tolderías compuestas por cueros cocidos y se trasladaban de un sitio a otro con sus vacas, yeguadas y ovejas que eran propiedad de la tribu, siempre según la escasez o abundancia de los pastos. También criaban perros de todos los tamaños que según decían habían pertenecido a unos hombres blancos de la Bahía de San Julián. La agricultura les era desconocida, casi no consumían otra cosa que no fuera carne. Esta dieta basada sólo en carnes rojas desafía a los médicos de hoy en día que recomiendan no comerla para evitar el colesterol y otros males de nuestra época, ya que según Yates, los pampas gozaban de una salud excelente. Si alguno moría joven a causa de una enfermedad, los médicos brujos atribuían la desgracia a algún enemigo muerto, que suponían con poder para hacer maleficios y brujerías. Cuando fallecían, generalmente ancianos o en una guerra, eran enterrados con sus caballos, armas y mujeres favoritas para que los acompañaran en el más allá. 

Dentro de esta sociedad ultra machista, las mujeres no eran las que mejor lo pasaban. Los pampas tenían el poder absoluto sobre la vida y los actos de sus esposas, hijas y esclavas. Era el mismo amo el que mataba con sus propias manos a la mujer que le fuera infiel. Sólo cuando los indios se casaban por primera vez daban una fiesta a los parientes de la desposada y a sus amigos, mientras que el resto de los matrimonios eran considerados transacciones comerciales. Los polígamos pampas podían tener todas las mujeres que quisieran o que pudieran comprar. Ellas no podían elegir a sus pretendientes y eran las encargadas del cuidado de los animales y de absolutamente todos los quehaceres domésticos. Justamente por ser consideradas “objetos comerciables”, las pampas solteras vestían mejor que las casadas, y se las reconocía porque llevaban lujosos adornos en las piernas. Sus padres esperaban atraer así a algún guerrero rico para trocar a su hija por caballos, ponchos u otras especies. A decir de Yates, las indias eran mujeres agraciadas “Su apariencia física no es nada desagradable; (...) y aunque sus costumbres no se prestan para hacer resaltar sus encantos, hay muchas mujeres bonitas y en extremo interesantes”. Ellas vestían a la moda con una tela envuelta a la cintura que les llegaba a las rodillas y otra cuadrada que pasaban bajo el brazo derecho y que unían sobre el hombro izquierdo con un broche de plata, pero siempre dejaban sus senos al descubierto. Gustaban de trenzar sus cabellos, usar aros cuadrados de plata en las orejas, collares y pulseras de cuentas de distintos colores, así como cinturones adornados con monedas de plata y pedrerías.

Estos bravos indios que nunca pudieron ser doblegados por los españoles, extendían sus dominios desde el Atlántico al río Salado y desde el sur de San Luis, Río Cuarto y Río Tercero, hasta las sierras del sur de Buenos Aires. Eran llamados Querandíes (gente de grasa) antes de que los conquistadores los llamaran “pampas”, que es una palabra quechua que significa “llanura sin árboles”. Mientras las tierras no fueron ocupadas por los colonos, los querandíes vivían en la actual ciudad de Buenos Aires y extendían sus dominios por toda la provincia. Según el jesuita Tomás Falkner, los Pampas se dividían en dos grupos que se llamaban a sí mismos Taluhet, los que ocupaban la Pampa húmeda y Diuihet, los que dominaban la Pampa Seca.

Sus armas eran lanzas que llamaban coligué y un gran cuchillo de hoja ancha y pesada. El honor y el prestigio se juzgaban por el séquito de cautivos con que volvían luego de guerrear o de malonear. Si no exterminaban a los hombres del bando contrario y no se apoderaban de las mujeres y los niños y regresaban sin cautivos, su reputación se resentía muchísimo. Cuando Carreras quiso convencerlos de que no era digno de un pueblo valeroso e intrépido hacerse de cautivos, éste relata que “no estuvieron de acuerdo, porque ese principio chocaba con lo más íntimo de sus hábitos guerreros y afectaba el concepto que ellos tenían de la honra”. Quizá deberíamos buscar en este último párrafo el motivo por el cual estos valerosos guerreros en sus correrías, siempre se robaban a las mujeres y a los niños, aunque tuvieran que enfrentarse con la furia y las armas de los hombres blancos y de los araucanos, que muchos años después lograron vencerlos.

Ahora ya lo sabés!
Lic. Alicia Di Gaetano
Fuentes

4 comentarios:

  1. Excelente Lic. Di Gaetano

    Marcelo

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    1. Marcelo: Me alegra que te haya gustado. Muchas gracias.
      Alicia

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  2. Leyendo detenidamente, llama la atención el lugar de la sexualidad femenina entre los pampas. Si leemos a Lucio V. Mansilla, podemos ver cuánta diferencia había con la de las mujeres araucanas (ranqueles). Hoy diríamos que estas últimas eran mucho más liberales, sobretodo si eran solteras o viudas.
    El libro de Busaniche es extraordinario, debiera ser lectura obligatoria en las escuelas secundarias.
    Excelente el blog, chicas... muy bueno tu artículo, Alicia.

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    1. Mario: Comparto con vos que la diferencia del lugar que ocupaba la sexualidad femenina en ambos pueblos era muuuuuy distinta. Los relatos de Yates y de Carrera que refiero son de principios del siglo XIX y como la obra de Mansilla es de 1870, en mi humilde opinión, en la década del ’70, los pampas ya casi habían perdido su identidad porque habían sido vencidos por los araucanos produciéndose una superposición de etnias. También comparto absolutamente que Busaniche debería ser lectura obligatoria para los chicos, es maravilloso!!!. Te agradezco un montón el comentario y nos alegra que te haya gustado el blog. Esperamos seguir contándote entre nuestros lectores.
      Alicia

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